Poesía de Hugo Francisco Rivella

 

(Selección de los poemarios Centro de tormentas, Endentro de mí y el poema posible, El caleidoscopio del sufriente, La canción del cosmonauta ebrio y Piedra del Ángel)

 

I

Estaré entre esos ciegos.

Entre los mimbres turbios y sus vidrios de humo

recalcitrando el ojo para que no me mire.

Estaré ahí,

pasarán los abismos de mi suerte enterrada,

los espejos del odio de la muerte en el hambre

y los ríos que se duermen

cuando orillan el pozo en el que cruje el tiempo de un dios contaminado

Estaré en esos versos que derriten mis brazos,

las orejas,

las huellas del siglo en las campanas,

las heridas del náufrago con su lámpara errante,

la muchacha y su cuerpo que huele a mojadura

y el sexo de los ángeles ardiendo en mi costado.

Estaré entre los muertos que caminan los siglos para que la poesía nos trasmine los ojos

y le muerda el cerebro a la flor de la muerte.

Estaré entre los ciegos de una rosa de alambre

y en el caballo ausente que taladra al poema…

 


XLI

Moriré de caballos, de pedradas azules,

con la patria en mis ojos y la flor enmohecida de todos los fracasos;

en Vallejo trilceando aguaceros temibles…

Cisneros con sus osos mordiendo catedrales,

Boccanera en las bestias de todos los hoteles.

Moriré de luciérnagas y el ruido de la lluvia sobre el techo de chapas de la

casa en mi pueblo, Salgari, Sandokán, Kanmamuri y los tughs en la jungla

más negra de la tierra:

Joseph Brodsky durmiendo con Donne y los halcones,

Ungaretti volviendo del mar de las serpientes,

la muchacha y sus pechos bordados en mi almohada y Nippur de Lagash galopando.

Moriré de Oesterheld, Eternauta del cielo, los gurbos deletreando la voz del universo,

Francis Ponge y el verso desangrado en la piel memoriosa del cadáver del ángel.

Moriré de Almafuerte, muerto y vociferando, aunque el siglo lo encierre con hordas

homicidas, con los valses de Strauss y las zambas del Cuchi ardidas en las siestas del

quebracho y las catas, los murales de Orozco, las manos de mi madre, el tapiz memorioso

de mi imaginería, Guayasamín, sus lunas de colores en la piel de sus brazos.

Moriré en los ausentes, los que no irán a verme, porque escarbo sus bofes a puñalada limpia,

o irán a mi velorio a saber si estoy muerto, si huelo, si es cierto que en mi cabeza rugen tigres de arena, que emana una vertiente de vinos, y en los ojos titilan sin cesar espejos relucientes;

mi cadáver

irá como la vida

retozando.

 


Exilio

a  Mario Bojórquez

Exilio es no poder regresar al hombre.

La canción que arrulla al niño aquél,

los cafés con charlas amanecidas y la pollera de Laura subida hasta el pecado.

Exilio es no poder encontrar los poemas de Ferreira Güllar, el sabor de las uvas cabernet y los duraznos almíbar de Mendoza, la fábrica tomada por mujeres y el militante social preso en la noche.

Exiliado está Dios del corazón del hijo,

crucificado y solo en la herida del cielo,

el ateo que navega con el rostro en la mano,

el cuerpo con el nombre del ángel que solloza.

Exilio es el mundo derrumbándose.